viernes, 5 de abril de 2013

Yema de Oro

“A Isa y Miri, mis soportes en un nuevo caminar”

Fue el último currículo vitae que entregué aquella mañana. Un lugar donde no me apetecía entrar a presentarme, estaba deseando sentarme cerca de la playa a contemplar el mar después de toda la mañana caminando y viajando a pueblos de la costa onubense. Necesitaba como tantas veces en la odisea de buscar empleo, sentarme unos minutos a reflexionar. Pero accedí a los consejos de mi compañera de viaje y pasé allí donde el olor hace que segregues jugos gástricos hasta hacer tu boca agua y  que mires donde mires te ves reflejada en la impecable limpieza y orden que imperan por doquier. Aquel restaurante tenía algo especial y no eran sus estrictas normas de conducta y reglas para atender de la forma más correcta posible a la clientela, no, lo más importante de todo era la calidad humana que había tras aquellos fríos aluminios y que se dejaba entrever en las miradas de dos mujeres que mientras sonreían te explicaban lo duro que podía llegar a ser trabajar allí.

Unos minutos que se convirtieron en una especie de entrevista de trabajo, aunque como supuse, después de leer mi experiencia profesional se pensarían hasta tres veces descolgar el teléfono para darme una oportunidad. Más licenciados en busca de unos ahorros con los que ir tirando el resto del invierno, más de lo mismo en el maremágnum de la crisis española. Pero mi móvil sonó. Solo ellas quisieron transmitirme la calidez de un rayo de luz que se abría paso en mi vida de nuevo después de siete largos meses de búsqueda, voluntariado, cursos, idiomas, lucha y más lucha por sobrevivir a esta pesadilla social en la que nos han involucrado sin previo aviso y sin pedir permiso. Han llegado sin llamar a la puerta de nuestras casas y se han colado para hundirnos en una miseria que no hemos labrado, que no hemos buscado, y nos han hecho los protagonistas de un cuento donde quieren que nos sintamos culpables.

Y ellas me cobijaron en su restaurante durante la semana santa, me enseñaron las dos caras de la hostelería, la disciplina de una categoría laboral que se escapaba a mis posibilidades, a sosegar el dolor de las articulaciones, a reírte cuando estás a punto de llorar por un acontecimiento inesperado, a respetar y perdonar en una misma frase entre prisas y nervios, a endurecer tu espíritu cuando piensas eso de “yo no puedo más”. Necesitaría muchos folios para contar mi experiencia en aquel lugar. Pero sé que aun siendo la primera, no será la última. Aun existen personas que te dan la oportunidad de demostrar tus ganas de trabajar y emprender un nuevo reto, que aunque monótono a la larga, es toda una fuente de conocimientos hasta que llegas a ser un profesional. De momento, solo he sido una aprendiz o ayudante, aunque ella se “encargaba” de llamarme Camarera. Una palabra que respetaré aun más a partir de ahora sin juzgarla.

En tan pocos días he podido experimentar tantas sensaciones que aun me despierto y creo que a las siete menos diez tengo que ir a tomar el café. Aun recuerdo la humedad en las terrazas cuando caía la lluvia mientras las parejas caminaban abrazadas bajo el paraguas en un andar rápido hasta casa y aun nos quedaban horas por delante para cerrar, los saludos de los clientes tras el cristal a tan solo un día de haberlos atendido, las sonrisas de los niños cuando llegaban sus espaguetis a la mesa, los ánimos de mis compañeras cuando había algún error en un pedido o la complicidad cuando no dejábamos que “el otro” se llevase una regañina. Pero también tienes momentos personales que te ahondan y te presionan en lo más profundo de uno mismo. Había veces en las que imaginabas estar en los sitios donde los clientes contaban entre cervezas que habían viajado, India, Marrakech, Portugal, y las horas pasaban volando soñando despierta, o debatían sobre sus empresas con su iPad  navegando entre platos manchados de salsa.

Allí no había crisis, ni noticias de ella, una semana desconectada de los informativos, con el mar de fondo aunque no podía disfrutarlo entre el curro y la lluvia, pero lo sentía cerca cuando iba a tirar el agua sucia al alcantarillado o cuando dormía, que placer para los sentidos, a escasos metros de la arena, de las olas, de la plenitud que me llevó hasta allí en busca de trabajo porque estar cerca de él y de un trozo de mi alma es renovarse por dentro, es arrojar negatividad para volver a casa cargada de vida y energía.

Hoy pese al dolor aun en mi mano derecha, al sueño atrasado, a mis “tropiezos” desde la inexperiencia, a los 
no tan buenos momentos, las echo de menos, porque en esta andadura hay que sacar lo positivo de todo cuanto acontece en nuestra vida. Encontré dos amigas y conocí a gente de lo más variopinta, creces aun más y aprendes que cuando menos y donde menos lo esperas hay una oportunidad. Hay veces que nos sorprendemos más de nosotros mismos que de los demás y yo sin duda jamás pensé que sería capaz de trabajar bajo la presión del “no saber”, porque siempre se termina aprendiendo si tienes al lado a buenos maestros de la calle y de la vida.

Ahora el cansancio es psicológico, más que físico en mi nuevo trabajo, dicen que cuando se siembra se recoge y es cierto. Un nuevo espacio me abre sus puertas como profesional y donde lejos de servir comida hay que educar en valores sociales a menores, unos niños que deben aprender a respetarse así mismos, a crecer culturalmente y sobre todo les enseñaré  a que cuando se sienten en una mesa a comer en un restaurante deben tener paciencia, ser amables y dar las gracias porque nunca se sabe quien les puede estar atendiendo, quizá su educadora este verano cuando vayan a tomarse la porción de pizza de camino a la playa…

Carpe Diem



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