El destino a veces, o casi siempre te sorprende, aunque haya gente que no crea en esa sensación de todo pasa por algo o ya conocerás la razón del cambio con el paso del tiempo.
Cuando me colgué el bolso y me dispuse a dar una sorpresa a mi familia, sin más atavíos que "lo puesto" porque en casa de mi madre tenía suficiente ropa para cuatro días, jamás imaginé que estando brindando con la sangre de Cristo a las 22.22 horas de la noche, me iba a cambiar el rumbo. Dos personas estaban a mi lado, Charo Martin Perez y Toñi Zorrero, y les contaba mis nervios por saber dónde me tocaría este año trabajar en la enseñanza pública. Con el tiempo, una va perdiendo el contacto con la gente que quiere, y es que la distancia hace mellas para bien, porque ya me quedo con lo positivo. Quien está a tu lado, te encuentra. No hay más. Pero lejos de melancolías, porque ya nada me afecta desde que me reconcilié con mi soledad en la isla desierta, nunca mejor dicho, aquella noche cálida de primeros de septiembre mi vida dio otro giro radical, para no variar. Y los esquemas mentales y castillos en el aire se difuminaron una vez más. Tuve que salir de mi pueblo casi sin pensar, y es que la soledad de la que hablo, ya te hace tomar decisiones por inercia como bien sabe mi amiga Recovecos Natalia Guillén en sus escritos. Y cuando me di cuenta estaba sobrevolando el Magreb dirección Fuerteventura. No me dio tiempo de reaccionar y en dos días que pasaron como si fueran dos minutos tuve que empaquetar un año de vida en cuatro cajas y dos maletas. Gracias a Josselyn Artiles pude dejar a buen recaudo, pequeñas cosas materiales pero de las que me costaba despegarme: un libro regalado por una niña africana, un poncho de invierno por si alguna vez la previsión se volvía del revés y que me entregó alguien muy especial antes de partir al más allá, y algún detalle de mi alumnado que por mucho que me senté sobre las mochilas para cerrarlas, no conseguí sino romper la cremallera. Lo que me costó que en el aeropuerto de camino a Tenerife Norte me hicieran firmar un documento como que ya venía deteriorada antes de embarcar. Al final, me alegré, porque cuando la recogí en aquella cinta donde esperas largos minutos mientras piensas que tus pertenencias se han perdido, descubrí que algún trabajador, me la había podido arreglar. Bendito sea el señor, ya veía mis bragas desperdigadas por los túneles del terror.
Me dolían todos los tendones de mi cuerpo, no lo supe hasta llegar a Los Rodeos, donde da igual que época del año sea, siempre te cala la humedad en los huesos. Miré la cartera, me habían hakeado la tarjeta de crédito en todo este trajín de viajes, tuve que llamar al banco cientos de veces hasta que parece que se solucionó, pero aún sigo esperando poder pagar con un trozo de plástico que no llega a tiempo de poder comprar ni una toalla de playa. Creo que tengo suficiente para pagar el taxi, pensé, porque en guagua no llego al puerto de los Cristianos al Sur de la imperiosa isla.
Tenía ansiedad por ver al Padre Teide, ese pico al que tantas veces imploré desde los charcos más recónditos, donde pensaba que no había lugares más bonitos en el mundo, enterrada en salitre y lava, en silencio, bajo la atenta mirada de los riscos, donde imaginaba a los guanches prendiendo el fuego o de repente, veía retrotraída en el tiempo a los rebeldes huyendo de los asesinos del régimen. Porque aunque no lo creía, estas islas encierran más de lo que podamos imaginar, su historia es interminable, infinitamente sobrecogedora. Pagué al amable taxista, con el que no crucé palabra porque iba pegada al cristal de la ventana sumida en mis recuerdos, en todo lo que dejaba en aquel lugar donde se entra llorando y se sale a lágrima viva, en los abrazos que me quedaron por dar, en las despedidas que no pude tener por la pena que me ahogaba, y en lo que dejé también en este trozo de tierra que recorrí de norte a sur en 45 minutos a todo gas para poder enlazar con el barco.
Llegué al puerto, donde llegan las pateras cargadas de miserias un día si y otro también, donde amé y reí, donde me bañé, donde estuve sola y acompañada, donde fui por primera vez en ropa de invierno y tuve que comprar un bikini en una tienda y ropa de verano porque pagué la novatada del turista que llega en diciembre creyendo que en las islas nieva, todavía sonrío.
Y cuando me senté en el barco, el tiempo seguía volando, el mar estaba en calma y atisbé dos calderones felices saliendo y entrando del agua, quizá dos delfines, pero sabía que no todo podría salirme mal. No le dio tiempo de atracar al ferry, cuando ya estaba en las escaleras para bajar a toda prisa, sacar el equipaje, del que seguía tirando a base de dolores de espalda y coger otro taxi a mi nuevo trabajo. Creí que no llegaría, pero llegué, diez minutos antes de que cerrasen la puerta. Tiré las maletas en la entrada de conserjería y subí corriendo las escaleras. Ya conocía el camino, nada había cambiado en dos años desde que vine a hacer una sustitución de quince días en los que invertí mucho más dinero del que gané, esto es así, el interino gasta más que gana si no al principio, al final en sí mismo cuando cansado de currar piensas que la vida son tres días.
Y en ese instante, el 9 de septiembre de 2024, comencé un nuevo curso, una nueva aventura, y es que para el docente, los años no comienzan el 1 de enero ni terminan el 31 de diciembre. Ahora, desde la tranquilidad después de la tormenta, desde la calma que me llega de la montaña a través de la ventana de mi nuevo salón, puedo decir que todos somos migrantes, que todo puede pasar, que todo se puede conseguir, que todo pasa por algo y que seguramente más pronto que tarde sepa por qué estoy aquí. Nada es imposible, nada es casualidad, simplemente aprendí que cuando el miedo te acecha hay que echar a correr y no volver la vista atrás, que todo tiene solución menos la muerte y que la salud es la principal aliada para salir adelante mientras que la soledad es la que te hace endurecer la piel para seguir protegiendo la aureola que acaricia el alma...
Y en ese instante, el 9 de septiembre de 2024, comencé un nuevo curso, una nueva aventura, y es que para el docente, los años no comienzan el 1 de enero ni terminan el 31 de diciembre. Ahora, desde la tranquilidad después de la tormenta, desde la calma que me llega de la montaña a través de la ventana de mi nuevo salón, puedo decir que todos somos migrantes, que todo puede pasar, que todo se puede conseguir, que todo pasa por algo y que seguramente más pronto que tarde sepa por qué estoy aquí. Nada es imposible, nada es casualidad, simplemente aprendí que cuando el miedo te acecha hay que echar a correr y no volver la vista atrás, que todo tiene solución menos la muerte y que la salud es la principal aliada para salir adelante mientras que la soledad es la que te hace endurecer la piel para seguir protegiendo la aureola que acaricia el alma...
Gracias a la vida, por no ponerme las cosas fáciles, a mi padre y a mi madre por enseñarme desde pequeña que estarán para todo lo que puedan pero no para resolverme ningún problema, a Charo Martin Perez por no soltarme la mano a pesar de todo, por estar ahí cuando creo que no puedo más porque tú eres ejemplo de fortaleza y valentía. Gracias a mis seres del más allá por aparecer en mis sueños para arroparme. Y a todas las personas que estuvieron, que me abrazaron de cerca o de lejos, que me dieron aliento, decirles que toda la ayuda al prójimo, os será devuelta doblemente. Y es que en esta vida, todo regresa a ti...dar amor y educar, quizá esa sea mi misión, al menos, por ahora...Gracias.
La Gomera. 20/09/24
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